Como un rayo que ilumina el cielo antes del trueno que da paso a la tormenta, una luz cegadora invadió la carpa en su totalidad, pero no fue un ruido ensordecedor lo que vino después sino un cimbronazo acompañado de un sonido blanco que envolvió el lugar. El destello provocado por aquella luz desconocida duró unos minutos hasta extinguirse de a poco. [...]
Un poco más allá, la joven de trajecito sastre seguía buscando lo que se le había perdido. Marcos miró junto a su pie y vio una credencial pisoteada que en letras azules decía FBI, tenía una foto de la joven, un número de socio y su nombre, del cual sólo se podía leer el apellido. Marcos se acercó a la muchacha, que en cuatro patas buscaba por el suelo. “Nicholson ¿verdad?”, le dijo. La joven levantó la mirada, sus grandes ojos verdes se iluminaron al ver la credencial que él tenía en su mano. “Gracias”, contestó Nicholson mientras se levantaba y volvía a sacudir su trajecito sastre. “¿Dónde están tus compañeros?” preguntó Marcos preocupado, solía cruzarse con la chica y sus amigos en todas las exposiciones que participaban, sabía que nunca estaba sola. La muchacha se quedó en silencio unos segundos, se colocó la credencial en su pecho y con la voz estrangulada por la pena afirmó: “soy la última de mi especie”.
Afuera el silencio era interrumpido solamente por el silbido profundo de una ráfaga de viento helado. La plaza estaba desierta, al igual que el resto de las calles. La luz comenzó a disiparse lentamente y la claridad artificial se sumió en las sombras. En la entrada de la carpa podía leerse un cartel que rezaba “II Convención de Ciencia Ficción y Fantasía del Oeste”.
(Freakland)
lunes, 24 de agosto de 2009
domingo, 9 de agosto de 2009
9 semanas y media (fragmento)
Me quita su mano de la cara y sumerge el pulgar en mi vaso de vino; el líquido, rojo oscuro en el vaso, se vuelve rosado y transparente sobre su piel. Me moja los labios con él. Su pulgar se mueve lentamente, mi boca está relajada bajo su contacto. Después, por mis dientes de arriba, de izquierda a derecha, y por los de abajo, de derecha a izquierda. El pulgar da fin a su recorrido posándose en mi lengua. Pienso, sin alarmarme, sin darle mayor importancia, que estamos a plena luz del día.
Una ligera presión sobre mi lengua me induce a chuparle el pulgar. Sabe a sal bajo el vino. Cuando me detengo, presiona suavemente, empiezo de nuevo, y sólo cierro los ojos cuando mi vientre se funde.
Sonríe al recuperar el pulgar. Extiende la palma de la mano sobre mi plato y dice:
—Sécame.
Le envuelvo la mano en mi servilleta como si restañara sangre. En lugar del sándwich, que todavía no he tocado, me veo a mí misma, atada a la cama, atada a la mesa del comedor, atada a las patas del lavabo en el cuarto de baño, las mejillas encendidas por el vapor mientras él se ducha; escucho el rugido del agua, siento el cosquilleo de las gotitas de sudor en mi labio superior, tengo los ojos cerrados, la boca abierta; atada y desnuda, atada y reducida a un solo frenesí: anhelando más.
—No lo olvides —dice—. Quiero que, a veces, a lo largo del día, recuerdes cómo es cuando...
Y añade:
—Bébete el café.
Bebo a sorbitos, decorosamente, el líquido tibio, como si me hubieran dado permiso para hacerlo. Me saca del restaurante. Dos horas más tarde, me rindo y le llamo. El hechizo aún no se ha roto. Me he pasado el tiempo mirando el calendario, mirando por mi ventana hacia la parrilla de ventanas que hay al otro lado de la calle.
Elizabeth McNeil
Una ligera presión sobre mi lengua me induce a chuparle el pulgar. Sabe a sal bajo el vino. Cuando me detengo, presiona suavemente, empiezo de nuevo, y sólo cierro los ojos cuando mi vientre se funde.
Sonríe al recuperar el pulgar. Extiende la palma de la mano sobre mi plato y dice:
—Sécame.
Le envuelvo la mano en mi servilleta como si restañara sangre. En lugar del sándwich, que todavía no he tocado, me veo a mí misma, atada a la cama, atada a la mesa del comedor, atada a las patas del lavabo en el cuarto de baño, las mejillas encendidas por el vapor mientras él se ducha; escucho el rugido del agua, siento el cosquilleo de las gotitas de sudor en mi labio superior, tengo los ojos cerrados, la boca abierta; atada y desnuda, atada y reducida a un solo frenesí: anhelando más.
—No lo olvides —dice—. Quiero que, a veces, a lo largo del día, recuerdes cómo es cuando...
Y añade:
—Bébete el café.
Bebo a sorbitos, decorosamente, el líquido tibio, como si me hubieran dado permiso para hacerlo. Me saca del restaurante. Dos horas más tarde, me rindo y le llamo. El hechizo aún no se ha roto. Me he pasado el tiempo mirando el calendario, mirando por mi ventana hacia la parrilla de ventanas que hay al otro lado de la calle.
Elizabeth McNeil
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