Dicen que las mujeres somos locas... en parte es cierto, pero no es nuestra culpa. Las verdaderas culpables son las hormonas que se divierten "jugando" con nosotras. Una vez al mes tiran la chancleta, se fuman un porro, se toman unas cuantas cervezas, salen de festejo en festejo, se pelean por ahí y se levantan con resaca y adoloridas (al menos así me las imagino yo =P).
Por este motivo en "esos días" mejor no ponerse en el camino de una mujer, creo que es la única vez que diré "pobres hombres" que deben padecer nuestras locuras. Porque no es sólo el dolor físico lo que nos altera (una se olvida de mes a mes cuánto duele de verdad), mal que mal aunque sintamos que los ovarios están a punto de reventarse, las náuseas nos dan vuelta el estómago y la cabeza se nos está por caer... estos síntomas se calmarán con un ibuprofeno 600 en el lapso de una hora (con suerte). Lo que es más difícil de sobrellevar (al menos para mí) es el desequilibrio emocional... sí, sí, tengo emociones =P
En mi defensa puedo decir que en mi tierna juventud, esto no me pasaba, pero cuando una cruza la barrera de los 30 (gracias, gracias... sé que parezco de menos =P) la cosa se complica más. De por sí, uno se pone más viejo y más sentimental, y si a ésto le sumamos el hormonaje... bueno, días antes me da por llorar a lágrima viva sin razón aparente (sin importar lo que esté haciendo, bañarme o limpiar la habitación... es indistinto y patético, jaja!). A la angustia le sumamos los nervios de punta, el impulso de salir a correr (literalmente) o caminar por las paredes (también literalmente), ganas de comer algo en particular, insomnio, poca concentración, cansancio, fastidio... y un largo etcétera.
Creo que tengo todos los síntomas del PMS, soy así... si hago algo, lo hago bien =P
No queda otra que tener paciencia, aguantarse a una misma (y que nos aguanten... mimos y contención) e intentar no matar a nadie cercano. Total no es para tanto, es una situación que pasamos todos los meses desde que tenemos 11 años hasta los 50 (promedio)... no es tan grave ¿no? ¬¬
Que ganitas de comer helado que tengo... oh, no... así se empieza =P
lunes, 21 de septiembre de 2009
lunes, 14 de septiembre de 2009
9 semanas y media (fragmento)
Nuestras veladas pocas veces variaban. Me preparaba el baño, me desnudaba, me ponía las esposas. Yo me quedaba en la bañera mientras él se cambiaba de ropa y empezaba a preparar la cena. Cuando quería salir del agua, le llamaba. Me ayudaba a incorporarme, me enjabonaba lentamente el cuerpo, me aclaraba y me secaba. Soltaba las esposas, me ponía una de sus camisas —velarte blanco, rosa o azul pálido, camisas para llevar con traje, cuyas mangas me cubrían las puntas de los dedos, una camisa limpia, recién traída de la lavandería china, todas las noches—, y volvía a ponerme las esposas. Le observaba mientras preparaba la cena.
Cuando la cena estaba lista, llenaba completamente un solo plato.
Yo me sentaba a sus pies, atada a una pata de la mesa. Tomaba un bocado de fettucini y me daba otro a mí; pinchaba con el tenedor una buena porción de lechuga de Boston, me la llevaba hasta la boca, me la limpiaba, primero la mía y después la suya, del aceite de la ensalada. Un trago de vino, y luego él me bajaba el vaso para que yo bebiera de él. A veces lo inclinaba demasiado, de forma que el vino se derramaba sobre mis labios y me caía por ambos lados de la cara, sobre el cuello y los pechos. Entonces, se arrodillaba delante de mí y chupaba el vino que caía en mis pezones.
Jamás salíamos, y sólo veíamos a los amigos a mediodía. En varias ocasiones, rechazó invitaciones por teléfono, poniendo los ojos en blanco y mirándome mientras explicaba solemnemente que estaba agobiado de trabajo, y yo reía como una tonta. Por lo general, durante nuestras veladas, yo estaba atada al diván o a la mesa de café, a su alcance.
Elizabeth McNeil
Cuando la cena estaba lista, llenaba completamente un solo plato.
Yo me sentaba a sus pies, atada a una pata de la mesa. Tomaba un bocado de fettucini y me daba otro a mí; pinchaba con el tenedor una buena porción de lechuga de Boston, me la llevaba hasta la boca, me la limpiaba, primero la mía y después la suya, del aceite de la ensalada. Un trago de vino, y luego él me bajaba el vaso para que yo bebiera de él. A veces lo inclinaba demasiado, de forma que el vino se derramaba sobre mis labios y me caía por ambos lados de la cara, sobre el cuello y los pechos. Entonces, se arrodillaba delante de mí y chupaba el vino que caía en mis pezones.
Jamás salíamos, y sólo veíamos a los amigos a mediodía. En varias ocasiones, rechazó invitaciones por teléfono, poniendo los ojos en blanco y mirándome mientras explicaba solemnemente que estaba agobiado de trabajo, y yo reía como una tonta. Por lo general, durante nuestras veladas, yo estaba atada al diván o a la mesa de café, a su alcance.
Elizabeth McNeil
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